A propósito de la reciente
conmemoración institucional, por el trigésimo cuarto aniversario de
nuestra Carta Magna, todavía existen reticencias para abordar su
eventual modificación. Y es que no es posible siquiera mencionarlo sin
que se alcen voces inmovilistas, que consideran un ultraje siquiera
hablar de ello.
Sin perder de vista que la
Constitución es la Norma Fundamental del Estado, la Ley de leyes, a la
que están sujetos todos los poderes públicos y los ciudadanos del Estado
español, no por ello, permanece incólume en el transcurrir del tiempo
y, como cualquier Ley, requiere su adaptación a la realidad social,
política y jurídica del momento. A decir verdad, desde el año 1978, sólo
ha sido objeto de modificación el 27 de agosto de 1992, el artículo
13.2, de los 169 artículos de los que consta el texto constitucional,
habida cuenta de la contradicción de tal precepto con el futuro
artículo 8 B, apartado 1, del Tratado Constitutivo de la Comunidad
Económica Europea, para adaptarse al tratado de Maastrich, introduciendo
el derecho de los extranjeros al sufragio pasivo (el derecho a ser
elegidos) en elecciones municipales a los ciudadanos de la Unión Europea
que no sean nacionales españoles.
Y, por segunda vez, el 22 de agosto
de 2011, la llamada reforma Express, impuesta, una vez más por el
duopolio político español a instancias europeas. Diez minutos bastaron
para poner un corsé permanente al gasto público en España: la denominada
“estabilidad presupuestaria” quedó fijada en el límite del 0,4% del PIB
para el déficit fiscal del conjunto de las Administraciones públicas,
con efectos de aplicación en 2020, por mandato constitucional y
nuevamente sin consulta ciudadana.
Así y todo, se procuró el previo
pronunciamiento del Tribunal Constitucional declarando tal discordancia y
determinando a su vez, el tipo de procedimiento para su modificación,
el previsto en el art. 167 de la norma suprema.
Es por ello, que ante este
panorama, resulte hasta traumático para algunos, siquiera pensar en
modificar la intocable, casi sagrada, norma, pese a que la realidad
cambiante así lo demanda, tras treinta y cuatro de vigencia intangible
que lejos de evolucionar con el transcurrir del tiempo se ha mantenido
en la más absurda quietud jurídica, entrando de lleno en el casi
anacronismo.
En los últimos tiempos, algunas
voces relevantes de algunas comunidades históricas y movimientos
sociales de importancia han expresado su voluntad de modificación de la
CE. Pero voy a detenerme en un apartado polémico, de actualidad, y que
llama la atención jurídica. El artículo dos habla de nacionalidades y
regiones, otorgando, sin embargo, el término “nación” a España, en su
conjunto. Este apartado queda muy ambiguo, ya desde su inicio, pues el
término “nacionalidad”, en derecho político viene a señalar a una nación
emergente, como comunidad de origen, de costumbres, de lengua y
conciencia de esa unidad. No digamos ya, la propia Real Academia de la
Lengua que le otorga significados tales como, en una primera acepción,
“condición y carácter peculiar de los pueblos y habitantes de una
nación”; luego adaptando el término a la propia CE, “comunidad autónoma a
la que, en su Estatuto, se le reconoce una especial identidad histórica
y cultural”.
Cuando la propia Constitución
garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones,
está afirmando la pluralidad nacional del propio Estado, su realidad
multinacional, Nación de naciones, perfectamente compatible con una
única sociedad que coexista sobre la base de derechos para cada una de
sus singularidades políticas, culturales y sociales. Es decir, es
posible hablar, en derecho político, de un solo Estado, compuesto por
diferentes comunidades nacionales, identificadas, cada una de ellas, en
un nuevo texto constitucional que se adapte a ese contexto natural de la
España legítima del siglo XXI.
Para ello, es necesario superar el
rígido sistema de modificación previsto en dicho texto, con la necesaria
voluntad legislativa, para no impedir el natural avance de los pueblos
con identidad propia y conciencia de unidad que nada tiene que ver con
la única España, indisoluble, que se plasma en el artículo 2, de manera
que sería preciso abordar la revisión de los términos que llevaron a
proclamar , a los ponentes, con fórmulas estáticas, ciertos principios ,
que si bien , en el momento inicial supuso el tránsito de un sistema
totalitarista hacia un sistema democrático, con permanencia y
estabilidad suficiente para el desenvolvimiento del poder legítimo, en
un mundo en constante fluir, tras treinta y un años, la dinámica
político-social impone la modificación de la Constitución con la misma
voluntad que en sus orígenes, como un elemento vivo más de dicha
dialéctica y no sometida al inmovilismo jurídico en que se ha visto
sumida desde entonces, reducida al punto de partida formal de todo el
ordenamiento normativo.
Ninguna constitución es
intocable, porque el Derecho es cambiante en todos los contextos
geográficos-políticos-sociales. Y la nuestra puede ser modificada, en
este y otros apartados necesarios, para acoplar la norma fundamental a
la realidad de un Estado democrático europeo y avanzado al sentir de los
ciudadanos, expresado en el último barómetro del CIS.
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