A ciertos medios de comunicación les encanta hacer flash backs hacia las deformaciones burocráticas y antidemocráticas de los “enemigos de la libertad” soviéticos o cubanos. Sin embargo, nos narran con total naturalidad el actual surgimiento de un “Merkozy”, es decir, de un liderazgo europeo por parte de Francia y, especialmente, Alemania.
Poco parece importarles que en ningún lugar se haya decidido o votado que dos presidentes (por no decir una sola) deban autoproclamarse líderes de la Unión Europea. Tampoco ven nada sospechoso en el hecho de que el banco yanqui Goldman Sachs esté colocando a sus directivos al frente de los poderes políticos europeos. Como Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, o como Mario Monti, nuevo presidente italiano, sin olvidarnos del nuevo Primer Ministro griego, Lucas Papademos.
A estos mass media, además, les resulta muy antidemocrático que indios de origen humilde como Evo Morales o Hugo Chávez gobiernen en sus países, cuyas respectivas elecciones han ganado; sin embargo, no tienen el menor problema en aceptar gobiernos de banqueros que, como estos, no han sido votados por nadie, sino impuestos por “los mercados”.
¿Por quiénes?, se preguntarán algunos. Es fácil. Los países socialistas se equivocaban: ¿qué es eso de exhibir una burocracia pública, conocida por todos, que da discursos políticos incendiarios en la Plaza Roja y rinde cuentas ante la sociedad? Mejor hablar de unos espectrales “mercados”, cuya impersonal voluntad, como la de un nuevo dios, ha de cumplirse siempre automáticamente, aunque sin saber demasiado bien por qué. Mejor no desvelar que, en esta nueva Edad Media, detrás de eufemismos tales como “los mercados” no se esconden dioses, sino personas muy concretas y demasiado humanas, con nombres, apellidos y dedicaciones tan nobles como banqueros, grandes empresarios, propietarios de fondos de pensiones privados o dueños de agencias de calificación de riesgos (que harán descender el rating de los países díscolos que se nieguen a privatizarlo todo, para, a modo de profecía autocumplida, provocar un encarecimiento de sus futuros préstamos, incrementando drásticamente su deuda).
Pero, al parecer, no hay nada de antidemocrático en ello. En Grecia o Italia “los mercados” imponen “gobiernos técnicos”. O, en otras palabras, banqueros de Goldman Sachs que, como decimos, no han sido votados por nadie gobernarán a partir de ahora dichos Estados de manera más directa aún que antes. Ahora bien, esta dictadura del capital no es una cuestión ideológica o política. No, no. Es que son gobiernos “técnicos”, que “técnicamente” decidirán que recortemos en gasto público y hagamos descender los impuestos directos (especialmente para los tramos más altos del IRPF). Lo cual pone de manifiesto la gran imparcialidad de estos banqueros… o “técnicos”, como se les llama ahora. Pero entonces ¿para qué podría servir la soberanía de unos pueblos carentes de los conocimientos técnicos necesarios para decidir nada? ¿Quién, si no un técnico, está capacitado para arreglar una máquina, la europea, que ha dejado de funcionar? ¿Quiénes, si no los banqueros, están capacitados para gobernar? Es más: ¿existe algo más aristocrático (quise decir democrático) que esto?
Son preguntas que jamás se harán periodistas tan supuestamente críticos como Ana Pastor o Ernesto Ekaizer. Porque para ellos no hay nada antidemocrático ni que huela a podrido en la UE. No es antidemocrático que Merkel decida en solitario rechazar los eurobonos (propuesta defendida por casi la totalidad de los países restantes) o fuerce un Pacto del Euro que obliga a modificar (neoliberalizar) las constituciones de los Estados miembros (debates y votaciones descartadas por anticuadas, desfasadas y poco “técnicas”, claro está). Tampoco es antidemocrático que el Banco Central Europeo, que lógicamente emite todos los euros que existen (un dinero que, no lo olvidemos, no es más que el equivalente general del mundo de las mercancías, esto es, de la producción de los trabajadores), preste ese dinero a los bancos a un 1% de interés, para que estos, a su vez, se lo presten a los Estados a un 4%. ¿Y por qué no lo prestan directamente a los Estados?, se preguntarán hasta los niños de 2 años, poco imbuidos aún del espíritu “técnico”. ¿Por qué ha de existir una casta parasitaria situada ahí en medio, o, en otras palabras, por qué ha de existir la banca privada? ¿Por qué los países han de asumir deudas cuatro veces más asfixiantes que la que contraerían si el BCE efectuara los créditos sin intermediarios? La respuesta a estas tres preguntas es tan sencilla como obvia: porque es necesario para que una pequeña élite viva en la más obscena opulencia. Lo que constituye otro ejemplo de democracia occidental (eso sí, nada ideológica sino puramente “técnica”).
El caso es que el sueño de Hitler, a la postre, se ha realizado. Y no sólo porque Alemania ordene y mande en Europa a punta de deuda pública y préstamo bancario (aunque esta vez con Francia, y no Italia, como escudera), sino porque tenemos al fin a una pequeña minoría, a una raza superior de hombres (los banqueros) ante los cuales, por algún extraño motivo, la humanidad entera ha de postrarse y suplicar clemencia. Si es necesario que un Estado, como el español, se endeude para salvar el tren de vida de la raza superior inyectándole dinero público, pues se hace y ya está. El Estado, mientras envía a sus cuerpos de seguridad a desahuciar familias que no pueden afrontar las hipotecas (pues esta vez el campo de concentración está fuera de las cuatro paredes, y no dentro), asume en cambio la deuda privada de esos desafortunados banqueros, aunque eso condicione el futuro mismo de las próximas generaciones. Esa es su (también “técnica”, como el gas Zyklon B) neutralidad.
Pero, ¿cómo comparar esto al III Reich?, clamarán algunos, visiblemente ofendidos. Y tienen razón: es incomparable. Sobre todo porque entonces existía una poderosa izquierda política opuesta al sueño de Hitler, mientras que ahora, incluso una parte de la izquierda extraparlamentaria (no digamos ya la institucional) continúa imbuida por el mito de un “modelo social europeo” que nunca existió. O por el prejuicio inducido de que no podemos salir de la UE ni del euro, ya que fuera de ellos sólo existe el infierno.
No parecen afectados porque cada día capas más amplias de la población comprendan que la UE es (y fue siempre, desde el propio Tratado de Maastrich en 1992) un proyecto capitalista e imperialista en sí mismo; un arma supraestatal con la que imponer recortes y retrocesos sociales a los pueblos trabajadores europeos, suprimiendo la capacidad de los gobiernos nacionales para realizar otras políticas que no sean las de flexibilidad, desregulación y precariedad laboral. Ni por el hecho de que, indudablemente, la primera medida que un gobierno con pretensiones revolucionarias (o incluso reformistas) tendría que tomar, de alcanzar el poder hoy en día en cualquier país europeo, sería la salida de la UE.
Afortunadamente, cada vez son más los que se adhieren a otra izquierda: la que no avala el sueño de Hitler, ni siquiera en su versión “progresista”. Es decir, la que no propone otras inútiles “salidas técnicas” (aunque en clave keynesiana esta vez), como los eurobonos o las “agencias de calificación europeas”, frente a lo que es una crisis estructural del propio capitalismo, y no únicamente de su versión desregulada (para ser exactos, la versión desregulada fue una huida desde la regulada, por lo que volver a aquello de lo que se huía, es decir, a la caída de la tasa de ganancia, no solucionaría nada). La izquierda que, por el contrario, propone una salida política: el abandono del euro y de la Unión Europea, dentro de un programa de recuperación de la propiedad social sobre los recursos y de conquista de la autodeterminación, de la soberanía popular. Porque la máquina europea no ha dejado de funcionar en ningún momento, sino que éste es precisamente su más perfecto funcionamiento, en tanto que instrumento de la clase dominante, por lo que se trata de parar y destruir la máquina, no de sustituir algunas de sus piezas. Y la izquierda que, en consecuencia, trabaja en pos de una acumulación de Poder Popular enmarcada en un proceso de acentuación de la lucha de clases y de pelea por el socialismo, sobre la premisa de aquello mismo que propuso Fidel Castro, allá por los años 70, ante la crisis de la deuda en América Latina: sencillamente, negarse a pagarla.
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