lunes, 28 de noviembre de 2011

El desahucio.



 

 

Ella acudió a mí a última hora de la mañana desorientada y llorosa. Pensó que tal vez yo podría ayudarla, indicarle por donde tirar, a quién o quiénes recurrir. Y la verdad es que en ese momento sólo supe dirigirla hacia los servicios sociales del ayuntamiento, darle la dirección de la Consejería de Asuntos Sociales y buscarle un correo donde contactar con la plataforma de afectados por los desahucios que ahorcan cada día a gran número de ciudadanos españoles. Yo, tan desorientada e incrédula como ella.
 

Lo tiene muy difícil. Y cuando acabe noviembre el banco la echará de su hogar con sus dos hijas pequeñas porque debe tres mil euros de hipoteca, una cantidad ridícula al lado de los 100.000 millones de euros con los que el Estado ha ayudado a los bancos desde el año 2008, sin contrapartidas, disparando el déficit fiscal, para que supuestamente no se frenara el crédito; unos fondos multimillonarios que no han revertido en una mayor liquidez, que sólo han servido para sanear cuentas bancarias y engordar beneficios; sólo en los tres primeros meses del año: cuatro mil millones de euros.

Pero ella nunca tiró la casa por la ventana, ni se excedió por encima de sus posibilidades, y mucho menos disfrutó del festín del endeudamiento y la riqueza especulativa, banderas que agitan ahora algunos cínicos para justificar los indecentes recortes sociales. Ella simplemente se atrevió a comprar una casa en Taco donde vivir con su familia, suscribió una modesta hipoteca por la que abonaba una mensualidad inferior a cuatrocientos euros hasta que su pareja se quedó en paro y ya no pudo pagar más. Ella se endeudó como casi todos, porque en un país con sueldos de miseria, de esos que imposibilitan un mínimo ahorro, esa es la única vía que tiene el ciudadano para acceder a un bien básico como la vivienda.

Creyó ilusa que tenía derecho a disfrutar de un techo digno, reconocido como tal por la Constitución española y  la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Confió en las instituciones, y pensó que su contrato bancario no iba a contener cláusulas abusivas. No imaginó que sucesivos gobiernos consentirían los atropellos de los bancos, inflexibles ante las dificultades económicas y el desempleo atroz. Pensó que estaba protegida, en una sociedad del bienestar que funcionaba correctamente y con justicia. Jamás imaginó que podía perder su casa y aun así continuar debiendo dinero, por no estar legislada la dación en pago, a diferencia de otros países europeos.

Sólo en los primeros seis meses de 2011 se produjeron más de 32.000 mil embargos de viviendas en España. En Canarias, en el mismo período, 745 desahucios, un 23% más que en el año anterior. ¿Cuántas familias tienen que perder sus casas para que los gobiernos, hasta ahora insensibles, impidan tamaña vergüenza social?, ¿cuántos españoles tienen que quedar en la calle para que se apruebe con urgencia una moratoria de los desahucios y la reforma de la ley de ejecución hipotecaria?, ¿por qué no, para variar, se ayuda a la gente y no a los bancos?

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