martes, 10 de julio de 2012

Sin perdón.

José Antonio Griñán ha protagonizado dos congresos de los socialistas andaluces, uno en 2010 en Sevilla y otro el pasado fin de semana en Almería. La abismal diferencia que media entre ambos es la misma que media entre la verdad y la mentira.

José Antonio Griñán ha protagonizado dos congresos de los socialistas andaluces, uno en 2010 en Sevilla y otro el pasado fin de semana en Almería. La abismal diferencia que media entre ambos es la misma que media entre la verdad y la mentira. El congreso de 2010 fue de mentira y el congreso de 2012 ha sido de verdad. El cónclave de entonces fue forzado por el propio Griñán a sólo dos años de las elecciones y sus compañeros no podían hacer otra cosa que respaldarlo masivamente. Y así lo hicieron. Lo hicieron los que estaban con él y lo hicieron los que estaban contra él. Por eso obtuvo un 99,8% de los votos. Gran porcentaje, pero de mentira. Aquello sí que si que fue una mayoría búlgara, y ya se sabe que las mayorías búlgaras siempre son de mentira, pero es que además aquella fue una mayoría búlgara pasada por Sevilla, que es como decir doblemente búlgara. Hubo un escandaloso 0,2% que no votó entonces a Griñán, pero es que incluso a Sevilla le gusta de vez en cuando tomarse ciertas libertades consigo misma. 
Si alguna vez Pepe Griñán cayó en la tentación de creer que aquella mayoría de mentira era una mayoría de verdad, el XII Congreso del PSOE de Andalucía celebrado en Almería ha puesto las cosas en su sitio. El 99,8% de hace dos años se ha quedado ahora en un 70%. Casi 30 puntos menos. Muchos puntos, desde luego, pero con la gran ventaja de que en esta ocasión todo ha sido de verdad: el 70% de apoyo y el 30% de rechazo. Es una verdad amarga, sin duda, pero casi todas las verdades lo son.

Cuando, el viernes, el congreso de Almería dio a la gestión de la Ejecutiva Regional dirigida por Griñán un respaldo de más del 94%, todo indicaba que el encuentro iba a ser un paseo militar con el general en jefe SuperPepe saludando a las tropas socialistas rendidas ante su talento estratégico, que había logrado la homérica gesta de impedir la mayoría absoluta del Partido Popular. Pero la música militar de los claros clarines duró más bien poco. Y es que en esa votación del viernes los astutos rebeldes habían permanecido camuflados sigilosamente entre la fiel infantería griñanista, con el artero propósito de dar un golpe de mano al día siguiente. Y vaya si lo dieron. El 94% de apoyo a la Ejecutiva Regional saliente se tornó inesperadamente el sábado, cuando se votó la reelección del secretario general, en un traicionero 70%.
SuperPepe se había quedado en Pepe. No en Pepito ni, por supuesto, en Nadie, como habrían querido sus críticos, pero sí se quedaba en lo que se quedaba. Si Pepe quiere llegar a SuperPepe tendrá que ganárselo. No será fácil, pero tampoco imposible. Su propio antecesor Manuel Chaves ya lo hizo: en 1994 fue respaldado por el 65% del partido y dos años después ya era SuperManolo. ¿Cómo lo consiguió? De la única manera que se ha conseguido siempre la paz en los partidos, en los países o en las familias: cediendo. Hablamos, obviamente, de la paz verdadera, es decir, de la paz sin resentimientos. Una paz de la otra la consigue cualquiera, pero es una paz de mentira y no cuenta.
En este congreso Pepe Griñán no ha querido ceder y por eso no ha salido del mismo proclamado como SuperPepe. Pero también es comprensible que no haya cedido. Las heridas de su vanidad siguen sangrando y esa sangre ha dificultado todo entendimiento. El presidente sabe que muchos querían acabar con él: no le perdonan que ellos hubieran hecho todo lo que hicieron para ponerlo donde está y que él no se lo agradeciera como debía; no le perdonan que haya hecho poca vida de partido; no le perdonan esa soberbia que tanto se le nota a la gente leída cuando no pone interés alguno en que no se le note; no le perdonan una cierta inclinación al despotismo ilustrado que su gente más cercana no sabe, no quiere o no puede hacerle ver; no le perdonan que no haya dado mejor trato a Chaves; pero sobre todo no le perdonan lo más imperdonable de todo: no le perdonan que no sea Manuel Chaves, y ahí sí que Griñán no puede hacer nada. Ni aunque quisiera hacerlo, que además no quiere.
El horizonte orgánico e institucional de quien ahora mismo es sin duda el hombre fuerte del socialismo español no es fácil. Su Gobierno depende de Izquierda Unida y su dinero depende del PP, que además está dispuesto a rebañarle cada euro y cada céntimo que pueda en cada una de las partidas y transferencias presupuestarias. A Griñán le ha tocado mandar en un momento en que los políticos mandan poco. Pero al menos tiene a su favor que él lo sabe. Pues bien, del mismo modo que sabe eso debería saber esto: que los rebeldes atrincherados en las serranías de Cádiz, las campiñas de Sevilla o los olivares de Jaén no van a entregarse mientras que no se les dé una satisfacción, una salida honrosa, una paz honorable. Griñán puede no dárselas, que es lo que ha hecho en este congreso. Es su derecho y lo ha ejercido. Pero por eso mismo, por ejercerlo, se ha quedado sólo en Pepe. Llegar al grado de SuperPepe exige no poco sacrificio: exige nada menos que renunciar a esa dulce potestad de todo poder conocida como venganza.

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