Ayer me comentaba un familiar cómo ha cambiado
Valencia, y cómo gracias a la crisis es mucho más ¿cómoda? El ritmo de la ciudad
que antaño era por momentos el de la danza húngara, se ha transformado en la
nocturna de Chopin a cualquier hora. No se trata de decir que la tierra de las
flores ha perdido su alegría, porque solo era necesario observar los rostros de
los transeúntes de la época de la “bonanza” para saber que tampoco entonces
existía. Es solo que muchos ya no tienen la necesidad de dirigirse a algún
lugar, y el trajín otrora habitual deviene en una bradicardia que ha llegado
para ilustrar cómo los discursos se convierten en hechos y… para quedarse.
El lamento de un taxista (y este familiar lo es),
es siempre digno de atención. No hay mejor corresponsal vascular que aquel que
recorre una y otra vez las arterias del paciente, ni mayor desconsuelo que
conocer por su crónica que se ha multiplicado el número de zombis. Hemos pasado
del rictus gestual a lomos del caballo rojo, al de la media luna en la mirada.
No es fácil concentrarse al mismo tiempo en estar y en ser, como no lo es
caminar al mismo tiempo que uno piensa en adónde va… su vida.
Estoy seguro de que la metamorfosis es general,
porque aunque a cada cual le es más sencillo el diagnóstico en el paciente
conocido, he podido comprobar que también en Madrid y Barcelona cada día las
horas punta son menos desesperantes y el confluir cobra otro sentido. Nunca tuve
a Berman tan presente mientras, efectivamente, todo lo sólido se desvanece en el
aire ante nuestros propios ojos casi en tiempo real.
Como el moribundo agonizante que se aferra
inútilmente entre estertores a una vida que se le escapa, también las ciudades
rompen espasmódicamente su decadente monotonía y parecen querer tomar ese
oxígeno necesario. Ocurre como en el caso del enfermo, que las vías
respiratorias están derivadas u obstruidas, convirtiendo en vano todo esfuerzo
por respirar.
En este nuevo marco existencial lo sólido ya no
existe. Que la seguridad es lo único que no es seguro nunca había estado tan
claro. Y pese a todo seguimos siendo incapaces de librarnos del bocado para
pasar a coger nosotros las riendas de un maravillosamente incierto destino. Tan
cegados estamos que nuestra única alternativa consiste en hacer uso de viejas
fórmulas venidas a menos, como si más que buscar algún resultado quisiéramos
con esta liturgia expiar nuestras presuntas culpas para no afrontar nuestras
reales responsabilidades (con nosotros mismos).
Me preocupa no ya el desastre que vivimos sino
cómo empiezo a percibir lo que me rodea. Lo que antes me indignaba hoy me
provoca risa. No puedo dejar de sentir vergüenza ajena y sonreír cuando veo
llenarse la calle de almas corto-huelguistas y manifiestantes
que pierden su tiempo (y dignidad) como lo perdería quien para evitar ser
destrozado insultara a un tren de mercancías que fuera a arrollarle.
¿Qué parte del crimen a cámara lenta que se está
cometiendo no han entendido algunos? ¿Qué parte de la gente que se suicida y de
la que aguanta a duras penas es prescindible? ¿Cuánta desigualdad es tolerable?
¿Cuánta injusticia es necesaria para que no vuelvan a existir muestras de
insoportable estupidez como las del ejército clown de liberación?
Todo tiene su momento. Las manifestaciones
pacifistas haciendo corros y levantando las manos también lo tuvieron, pero ante
el drama humano al que estamos asistiendo (los que queremos mirarlo) empieza
a resultar ya un tanto impertinente y un mucho ”otras cosas” la insistencia en
el mantenimiento de esa dinámica de ¿protesta? Las huelgas de mentira son
peores, porque son una ofensa a la razón desde el momento en que parten sin un
pliego de exigencias y sin voluntad para forzar acuerdos. ¿Qué día olvidamos la
diferencia entre huelga y manifestación? ¿Cómo no va a despertar un punto de
morboso sarcasmo el comparar aquellas huelgas del 17 y el 34 en que se
revolucionó el país, con estas de ahora de cartón, vacías de intención o
contenido, y sin vocación?
El enfermo está agonizando porque no se ha dado
cuenta de que lo que le quita el aire es una mano que lo estrangula. El enfermo
no se está muriendo por un problema físico, sino por uno psicológico que le
impide querer ver lo que ocurre. Si algún día se da el milagro de la luz que les
haga ver que hasta la propia Santa Lucía es su enemigo, aquí se acabarán las
payasadas, las narices rojas no serán de pega y las manos al aire se ceñirán a
la cuerda que bajará el telón de esta macabra obra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario