La reciente detención de Paolo Grabiele, mayordomo de Benedicto XVI, amenaza con hacer tambalear los milenarios cimientos de la Iglesia católica. Su impacto será mayor, sin duda, que la pretensión de algunos municipios españoles de cobrar al clero los impuestos por sus bienes inmuebles, de los que hasta ahora estaba exento por la gracia de Dios. El escándalo de las filtraciones en el Vaticano se ha convertido, de hecho, en todo un torpedo a la línea de flotación de una institución religiosa que, desde que San Pedro fue designado como su primera piedra, se ha estado vanagloriando del poder omnipresente de una divinidad que, sin embargo, se ha evidenciado ahora incapaz de detectar las indiscreciones de un mayordomo.
Y lo peor de todo es que la ceguera que parece sufrir Yavhé en estos tumultuosos inicios del siglo XXI no tiene fin. Así lo demuestra el hecho de que nuevos secretos vaticanos sigan saliendo a la luz por la iniciativa mediática de otros traidores, como el enfado epistolar del cardenal Leo Raymond Burke ante el litúrgico trato de favor concedido por el entorno de Su Santidad a las integristas huestes de Kiko Argüello. En suma, si Friederich Nietzsche ya nos advirtió hace más de un siglo de que Dios había muerto, hoy podemos comprobar sin ningún género de duda como, vivo o muerto, el supuesto Creador no controla nada de lo que se cuece en la Iglesia, que es tanto como decir que no pinta nada en su propia casa.
Algo de eso también hemos podido ver estos días en Brasilia a propósito del viaje protagonizado por el rey de España. Juan Carlos I aspiraba con él a dejar atrás sus aventuras múltiples de cazador blanco por tierras africanas y, en la medida de lo posible, intentar recuperar la imagen de las empresas españolas tras las recientes nacionalizaciones en Argentina y Bolivia. Sin embargo, pese al apoyo de la muleta, el monarca no pudo entrar con peor pie en su fugaz periplo por Brasil y Chile. Y es que la patética imagen del presidente del banco Santander Emilio Botín pasándose el protocolo por el forro de la cartera de negocios y plantándose delante del rey ataviado con bermudas y suéter de rojo chillón, mostraba unas libertades que dejaban bien a las claras quién es el que manda.
De este modo, tras el sainete de Botsuana, la escena en Brasilia, recogida por toda la prensa, vuelve a dejar a la antaño venerada monarquía española con el culo al aire. También deja patente la autocomplacencia de un poder económico que al calor de la crisis hace tiempo que se olvidó de la necesidad de mantener mínimamente las formas. En el hall del hotel brasileño es Botín quien graciosamente permite al rey que le salude. Y el campechano monarca no duda en rebajarse ante el banquero, como en otro tiempo no puso reparos en amoldarse a los designios mortíferos del carnicero del Pardo.
En realidad, la dinastía borbónica parece cómoda recuperando su condición de primus inter pares. Porque en este neofeudalismo de casino en que se están convirtiendo nuestras democracias de mercado, el poder político hace tiempo que ha asumido un papel subsidiario y simbólico respecto a los auténticos dueños del señorío. Por eso, Juan Carlos llegó a Brasil acompañado por sus pares más poderosos, como Botín o Cesar Alierta, o Antonio Brufau, o José Ignacio Sánchez, o Juan Rosell. Ellos son y se saben los señores, los auténticos dueños del territorio. Sin su condescendencia la corona o la democracia solo son un espejismo. Por eso fuera de ellos nada cuenta. Porque el resto solo somos una amorfa masa de súbditos condenada a la gleba por el nuevo orden neoliberal. Pobres desahuciados del Estado del Bienestar que, gracias al trabajo sucio de mayordomo del Papa y del resto de topos vaticanos, hemos acabado perdiendo hasta el frágil consuelo de Dios.
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